Patrimonio: Entre la (des)memoria, la tradición y el futuro

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Autor:  Ramón Fernández Barba

Para estar a la altura de nuestro rico y diverso patrimonio, es necesario tratarlo con una visión integradora, a largo plazo, que lo convierta en un motor de bienestar y empleo, pero también en una herramienta de educación cívica y social.

Córdoba no termina de sentirse cómoda con su patrimonio, no tiene claro qué hacer con él. Como si se tratara de un regalo valioso, pero molesto, sin saber dónde colocarlo o qué uso darle. Esta ciudad, plena de historia y de historias, dispone de una riqueza patrimonial tan espectacular como maltratada. Numerosos discursos públicos la alaban únicamente para sacrificarla en el altar de la rentabilidad a corto plazo, falta de imaginación y ambición. Una y otra vez nos encontramos con que, donde otras ciudades verían oportunidades, sólo vemos obstáculos. Obstáculos a un desarrollismo ramplón que malvende aquello que podría ser motor de bienestar y riqueza a cambio de la inmediatez de un beneficio habitualmente mal repartido. Pasó con Cercadilla y la llegada “de Estado” de la Alta Velocidad en 1992, volvió a pasar con la inmensa necrópolis que fue destruida para dejar paso a la Ronda Oeste y bloques y más bloques de viviendas. Pasa cuando el propietario actual de nuestro monumento más importante, la Mezquita-Catedral, la desvirtúa con un discurso falto de rigor que oculta gran parte de sus valores únicos, al tiempo que exprime de forma exhaustiva su potencial económico con escasa transparencia y nula aportación a las arcas públicas.

Una gestión falta de visión y ambición ha conducido a la “turistificación” de diversas zonas de la ciudad, crecientemente vacías de habitantes, de vida propia. Por ello, la ciudadanía se ve alejada de su patrimonio, orgullosa de su riqueza, pero sin conocerla ni, por tanto, valorarla. Sin poder extraer de ella, más allá de lo económico, ningún aprendizaje o provecho. Se convierte en parte del paisaje, en mercancía para el turista, en fastidio para la vida diaria, pero difícilmente en motor del desarrollo y la convivencia en nuestra ciudad. Nuestro pasado, su legado, material e inmaterial, debe ser nuestro petróleo, nuestra filosofía, nuestro trampolín como sociedad.

Para ello, sería necesario un cambio de modelo. Comenzar a creerse el poder transformador del patrimonio cultural, definir una nueva relación entre las Córdobas que fueron, las que son y serán. De esta forma, se generarían nuevas dinámicas entre los elementos que configuran ese patrimonio y la ciudadanía a la que pertenecen. Sólo así las memorias de nuestra ciudad contribuirán a mejorar la vida de sus habitantes.

Esta transformación debe hacerse de forma integral, compartida y con visión de futuro, algo que ha faltado demasiadas veces en nuestra ciudad. Tan sólo el proyecto de la Capitalidad Cultural disfrutó de la necesaria visión de conjunto y de la coordinación de esfuerzos, administrativos y personales, en pos de un objetivo común. Una nueva política patrimonial, que aspire a cambios significativos y duraderos, debe partir de la primera y ambicionar alcanzar la segunda, de forma que se convierta en un proyecto de ciudad durante años o décadas.

Una planificación a veinte o treinta años, que nos marque las distintas actuaciones, que nos sirva de brújula, que nos permita evaluar si estamos haciendo las cosas bien, es imprescindible para abordar un cambio de tal calado. Igualmente, esta planificación debe partir de una visión clara, de unos objetivos claramente definidos, basados en valores democráticos. Sólo de esta forma se evitará que nuestro pasado se acabe banalizando, una vez más. Por ello, es imprescindible que esa planificación se haga de forma lo más amplia posible, para promover el consenso en torno al papel que el patrimonio debe jugar en una sociedad democrática para promover el bien común.

En primer lugar, debemos atender al patrimonio en sí mismo, tanto el público como el privado, el que ya existe como el que pueda sumarse en el futuro. Su preservación en condiciones dignas es condición imprescindible para su pervivencia y para que pueda aportar al conjunto de la sociedad. El Ayuntamiento debe liderar ese esfuerzo con su ejemplo, así como reclamar del resto de actores que cumplan su papel correspondiente. Siempre dispuesto a apoyar y colaborar, pero con una clara voluntad de exigencia en nombre de la ciudad.

Adicionalmente, el patrimonio debe atender las necesidades de la sociedad cordobesa, no como en la actualidad, donde parece ser únicamente un reclamo para el visitante, mientras los habitantes de la ciudad esquivan o ignoran las áreas patrimoniales. La identidad de Córdoba debe enraizar con su pasado, sus edificios, su urbanismo, sus saberes tradicionales y todo lo que conforma su patrimonio, tanto material como inmaterial. Más allá de conocer los nombres de cordobeses insignes y dónde están sus estatuas, más allá de lemas vacuos sobre convivencia de culturas, se debe abrazar el legado de las distintas tradiciones y culturas que han morado esta ciudad. Esta dimensión de identidades diversas, una riqueza de la que presumir, pero desconocida, es quizás la tarea más difícil de todas, porque implica un cambio cultural, una reapropiación real de nuestras raíces, un proceso que encontraría, ya encuentra, numerosas resistencias de quienes pretenden monopolizar el sentido de la identidad cordobesa. El patrimonio debe entrar en nuestras escuelas y formar parte del aprendizaje de forma más transversal que hasta el momento, de forma que se conozca y valore desde la infancia.

El patrimonio es una responsabilidad que tenemos hacía las generaciones pasadas y venideras, una herencia temporal que no nos pertenece, lo que supone también un esfuerzo de respeto e inversión. Cómo hacer posible ambos es la clave para que el patrimonio genere riqueza y bienestar sin desvirtuar dicho legado. Para ello es fundamental que la comprensión del patrimonio sea integral, honesta y basada en el conocimiento científico. La conversión de algunos de nuestros monumentos más señalados en escenarios para espectáculos atrapaturistas, en ocasiones con vergonzosos discursos sin fundamento, son el perfecto ejemplo de lo que se debe evitar.

La política patrimonial más rentable, en todas sus dimensiones, es la que busca un desarrollo global del conjunto, entendiendo los elementos patrimoniales de forma conjunta, en diálogo permanente con la actualidad y con sus custodios, la ciudadanía que vive, cuida y da sentido al patrimonio.

¿Qué significa esto? Supone generar acuerdos con los distintos actores, públicos y privados, de la ciudad para construir un mapa del camino que queremos recorrer como sociedad. Esto  incluye el patrimonio material y las inversiones necesarias, como un museo de la ciudad, poner a punto elementos que llevan años cerrados y abandonados, como el Pósito Municipal, dar a conocer elementos que hoy en día son desconocidos para la cordobeses y visitantes, como los restos arqueológicos preservados bajo diversos edificios de la ciudad (¿Cuánta gente sabe que se puede ver una calle romana en la 3 planta de un parking junto al Rectorado o que hay casas de la misma época bajo un hotel de 5 estrellas cerca de la Cuesta del Bailío?).

Pero la necesaria atención a nuestro patrimonio material queda incompleta si no viene acompañada de una atención equivalente a lo inmaterial, a los saberes y haceres que conforman nuestras vidas. Aquí hablamos tanto de artesanía como de modos de vida. Debemos aspirar a que esa riqueza sea también parte integral de nuestras vidas y de la experiencia que se llevan quienes nos visitan. Frente a las producciones en masa de objetos impersonales, que no dejan apenas riqueza a la ciudad ni se diferencian de lo que existe en otras mil ciudades, promover lo único, lo distinto, lo propio. De esta forma, nos reencontramos con nuestras raíces, con nuestras memorias, y ofrecemos al turista la oportunidad de volver a ser viajero. Ya existen distintas iniciativas, muy meritorias, que apuestan por esta nueva forma de ser y estar. Desde la joyería a la cerámica y el cuero, de la cocina a la construcción.

Pero de la misma forma que la comprensión de los elementos materiales queda incompleta si no prestamos atención al patrimonio inmaterial, si únicamente centramos nuestra atención en el pasado, nos quedaremos con una versión empobrecida y estéril del patrimonio. Una visión verdaderamente fructífera del patrimonio es aquella que encuentra en el mismo el impulso y la inspiración para la creatividad, la innovación y la reinvención. Para que un pasado tan rico y variado como el de Córdoba no acabe reducido a un casticismo sin futuro, debe ser la raíz de la que broten nuevos frutos, no un fósil inmóvil e inerte.

Por ello, es fundamental generar complicidades con los y las creadoras, con quienes quieren mestizar y experimentar, que no rechazan el legado del pasado, que lo viven y reclaman con orgullo, pero que al mismo tiempo no se sienten limitados por el mismo. Ya existen en nuestra ciudad distintas experiencias que buscan declinar Córdoba, cultura y patrimonio en tiempo futuro, de formas diversas e innovadoras, y que no temen situar su mirada de nuestra identidad dentro un panorama más amplio, nacional, europeo e internacional.

Este objetivo debe suponer un decidido apoyo público, pero también un cambio en la mirada de las administraciones y el conjunto de la sociedad. Córdoba es una sociedad apegada a sus tradiciones en muchos aspectos, pero la mejor forma de mantenerlas vivas es dotarlas de nuevos significados que las sigan haciendo nuestras, generación tras generación. Cada periodo, cada personaje, cada edificio o estilo que hoy vemos como clásico, tradicional o típico fue en su momento fresco, innovador o revolucionario, desde Séneca y la primera Mezquita al pensamiento de Maimonides o La chiquita Piconera.

Finalmente, como sociedad debemos dirigir una mirada “republicana” al patrimonio, una mirada centrada en lo que supone en términos cívicos, de valores de convivencia, respeto y gestión de la “res publica”, del bien común. Rescatar de nuestros patrimonios elementos que nos ayuden a construir una sociedad abierta, de acogida, intercultural, que apueste por la igualdad y la dignidad para todas las personas. Pasar de la retórica de las Tres Culturas a una práctica de dialogo constante con “el otro”. Para ello, en lugar de esfuerzo absurdos para borrar distintas fases de nuestra historia y resaltar otras, debemos educar en la comprensión conjunta de todas las influencias que nos han hecho como somos (Roma, el judaísmo, el catolicismo y el islam, claro, pero también el pueblo gitano, América, la esclavitud, las migraciones y los y las invisibles y perseguidos de todos los tiempos). En nuestras escuelas, en nuestra política cultural hemos de apropiarnos de todas esas perspectivas que nos hagan ver al “otro”, como los que es, una parte indispensable del “nosotros”.

En resumen, para estar a la altura de nuestro rico y diverso patrimonio, es necesario tratarlo con una visión integradora, a largo plazo, que lo convierta en un motor de bienestar y empleo, pero también en una herramienta de educación cívica y social. Hoy en día parece casi un imposible, entre la falta de ambición, la fragmentación de las competencias y la existencia de discursos insostenibles, anticientíficos e imbuidos de proselitismo. Pero si se puede, existen numerosos ejemplos, en nuestro país y en muchos otros, de ciudades que han caminado esta senda con dialogo, trabajo, apertura de mente, respeto mutuo y tiempo, mucho tiempo. En la actualidad, con los ritmos acelerados que llevamos y sufrimos, plantear una labor que se cuente por años, y puede que décadas, suena utópico, pero recordemos dos cosas. La primera, que, si hablamos de patrimonio, hablamos de dos mil años del Puente Romano, de mil trescientos de la Mezquita, ochocientos de las Iglesias Fernandinas, setecientos de la Sinagoga…. El tiempo del patrimonio no es el tiempo de la inmediatez, sino de la permanencia, con suerte, para los próximos dos mil años. La segunda cuestión es que, sin utopías, ninguna sociedad puede avanzar y progresar. Tengamos la audacia de soñar que Hacemos Córdoba poniendo su patrimonio al servicio del bien común.